Había una vez..




Érase una vez, una vida de cuento maravillosa, llena de encanto, color y luz, como todas las historias que se cuentan a los pequeños para dormir.
En mi narración, había dos niñas pequeñas, miedosas y juguetonas, malas como el hambre y pegonas como nadie que protagonizaban aventuras con leotardos y chicles descuidados, una mamá y un papá que se mataban por concederles todos sus caprichos, aún a pesar de todas las desventuras diarias vividas, unas abuelas un poco quejicas y una casa en la playa.
También estaba Arturo, un bebé rizado y alegre que destruía castillos de arena en la playa, Fernando, el niño original que inventó su propio nombre para no ser como los demás y desde entonces solo respondió como "Nanano" ante los demás, una casa nueva en la gran plaza de árboles coloridos desde la que se podía espiar al vecino guapo, el colegio y la amistad, la universidad con los cambios, una vida en su transcurrir más ordinario y a la vez tan feliz, en la que poco se podía intuir el final trágico que esperaba escondido para asestar un golpe fatal.
Porque un buen día mamá se fué, sin estruendos ni llanto, con la sonrisa puesta y su mirada alegre y nos dejó solos, en una casa que cada día parecía más grande con su ausencia, más triste, y más vacía, después de enseñarleuna gran lección de humildad a la vida, de valentia, generosidad, esfuerzo y amor. Se fue y se llevó con ella la infancia perdida, la guitarra que solía tocar, el sonido de su voz y su risa, dejando un rastro visiblemente doloroso.
Aquél día, el peor de todos, nuestros recuerdos se dibujaron en mi mente una vez más; La imaginaba cantando por la calle demostrando sin tapujo la felicidad que la envolvía, bailando en Nochebuena, riendo en aquellas comilonas familiares inundando el alma ajena de paz y tranquilidad, regalándonos cada detalle de su existencia, aquellos por los que había luchado con uñas y dientes hasta el final. La recordé también en aquel pasillo que creía olvidado, tantas noches de vigilia, en espera de que el sueño envolviera a aquellas niñas que no la volverían a ver jamás, en la terraza observando las olas y luchando con la tristeza de tener que recordar en cada esquina a su papá, en su sillón fingiendo leer o volviendo cansada de aquellas sesiones tan duras sin protestar ni una sola vez. Es curioso, que su sonrisa fuera siempre el factor común de todos mis recuerdos, de toda su vida de sacrificada felicidad.
Ahora soy yo, la que sentada observa el sueño que la ha envuelto a ella, que plácidamente y con la sonrisa puesta se ha marchado sin una nota de despedida. En mi mente, siempre estará sobre la cama, haciéndonos cosquillas mientras intenta escapar de la lluvia de besos con que la obsequiamos, y nos cuenta que el día no ha estado del todo mal, porque para eso tenemos el triángulo de los secretos, del que no sale nada de lo que entra, es solo nuestro. Mamá se rie, estruendosamente, se rie y sonrie, a la vida, a nosotros, por los que luchó durante casi cuatro años de su vida, para siempre.

Comentarios

  1. No suena cursi ni lo es. Es necesario...pero yo quiero algo más.
    Muy emotivo.

    Claire.

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