K.

Cuando nos despedimos, apreté fuertemente su mano. Quizá no fuera la más convencional de las despedidas, pero siempre he sido muy insegura para todo y desde luego no quería espantarlo.
 La noche anterior, había sido una de las noches más bonitas de mi vida, pero también una de las más cortas. Esa noche en que los minutos, se volvieron microsegundos borrosos.
 Él hablaba mucho, incómodo, mientras atravesábamos la cuesta de una calle empedrada que ahora mismo no sabría localizar.
"-No deberías estar haciendo esto." Me dijo.
 Y sabía que era verdad. ¿Qué hacía yo con un chico tan mayor dando vueltas tan lejos de mi casa inventando una realidad paralela? Pero  necesitaba escapar y cuando tienes que escoger un compañero de viaje en tan poco tiempo, es reconfortante ver que has elegido bien.
Yo no podía hablar, durante toda la noche, me limitaba a observar sin parar los hoyuelos que surcaban un rostro tan desconocido y a la vez tan familiar.Veníamos del mismo sitio, estábamos en la misma situación y personas así solo se encuentran una vez en la vida .Por primera vez, me dejé llevar, con alguien al que no había visto jamás. Solo dos o tres veces, dos días atrás.
 Y aunque nunca supe quién de los dos dió el primer beso, tampoco en que momento terminaron de llegar.
-No deberías estar triste. Dijo, aunque balbuceaba bastante.

 Quizá ni siquiera sabía bien que decia. Yo sabía que no era verdad. No solo tenía que estarlo, me lo debía a mi misma después de todo, después de tantos años.
Me senté en las escaleras frías humedecidas por la cercanía del mar y le pedí una foto. Y aunque no dudó en dármela, no titubeó a la hora de mostrar sorpresa. Desde luego no era habitual, aunque a mi me importaba bastante poco. Nunca en mi vida quería olvidar esa cara, que lejos de ser un error para mi ha sido siempre un bonito recuerdo.

Por la mañana casi no podía moverme. Recordé vagamente que había querido llevarme a su casa. Jamás lo interpreté mal, todo lo contrario, pero sabía que tenía que dejarlo marchar y lo contrario sería difícil. Hace tiempo me había enamorado como una imbécil del amor y aquello era demasiado idílico. Yo era Keira Khnigtley y el era Guillaume Canet y efectivamente, aquella era nuestra última noche. Eso nunca podría pasar porque entonces yo estaría perdida.

Pero yo no quería irme de aquel pueblo perdido de la mano de Dios sin decir hasta nunca. Yo, una cobarde de toda la vida, no podía olvidar aquel avance en mi trayectoria, no quería irme y no volver a ver esos ojos azules intensos surcados por arrugas. Por aquellos entonces, ya tendría 39 años, yo 22.

 Aquel mensaje significó todo. Me despedí de una maleta inmensa que llevaba cargando años, no me importó el diógenes, a esas taras, hay que dejarlas marchar.

Me acuerdo que yo llevaba unos pantalones vaqueros cortos y que el subía la cuesta despeinado corriendo. La verdad, no pensaba que fuera a llegar.

-He estado poniendo excusas para irme. Se justificó. A mi no me importaba nada.
 Me besó durante unos minutos, que parecieron horas, y después se fue para siempre.
. No sabría cuándo. No recuerdo sus últimas palabras. Quizá la conversación no finalizó nunca.

Y lo cierto es que nunca se fue. Porque de vez en cuando, cuando me miro dentro y pienso en las cosas bonitas de mi vida, veo su sonrisa. Y sus ojos. Y sus ganas de vivir.

Y recuerdo que durante dos días me eligió para acompañarle en un viaje bastante curioso y arriesgadp. Y me siento halagada. Y vacía. A veces incluso vieja. Cuando le veo de lejos no puedo parar de recordar aquella historia. La de mi última noche en el mundo de los valientes.

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