Matias







Siempre he tenido las piernas rechonchas. Lo recuerdo, porque cuando era pequeña me pasaba horas tendida en la arena de la playa, enterrándolas hasta dibujar una forma aceptable que disimulara la real, mientras el agua del mar me mojaba los pies. 

Así me sentía bien por un rato, me miraba, escondiendo mis defectos, enterrándolos en la arena y pretendiendo ser mejor. No es que lo de las piernas fuera importante, pero las recuerdo en el momento que quiero evocar, millones de años atrás, con el pelo mojado, un bañador que empezaba a esconder las formas de un cuerpo que intentaba crecer pese a mis esfuerzos por lo contrario, y el viento arreciando contra aquellas piernas morenas y rechonchas que habían sido y serían la causa de tantos conflictos, llantos, complejos, pero también cómplices y testigos de la historia que os voy a contar.


Evidentemente nunca me he sentido a gusto con mi cuerpo, y mucho menos en aquel momento, aquella época en que las hormonas de mi adolescencia tardía florecían a sus anchas por todos lados, enturbiando la realidad. Aquel día, una tarde de agosto no demasiado especial, sin embargo, esos complejos pesaban más que nunca. Aquella misma tarde en que mis hermanos y yo jugábamos a la pelota en la piscina, chapoteando en el agua cristalina donde se hundían las avispas y las moscas despistadas, a la sombra de aquel edificio viejo y rancio al que iban a morir las arañas de la zona, cuyas telas de araña infinitas todavía a día de hoy siguen asomándose de reojo en mis pesadillas. La misma tarde que me dijeron que él ya no volvería, y en la que el peso de aquellos defectos que se asomaban a la fachada de mi cuerpo pueril era más grande que ningún otro.

Todo esto me lleva a mi historia, una tan vieja que a veces se diluye en los rincones de mi memoria y se confunde con otros recuerdos, y que si queremos encontrar en algún sitio, se encuentra en aquella piscina hoy tan descuidada, en el club social más anticuado de la historia de los clubes sociales y en aquel año que ya no me atrevo a recordar porque me escuece mucho.


Todos los veranos durante muchos años, antes de las vacaciones oficiales en la playa, mis padres, mis tres hermanos y yo, íbamos a la piscina con nuestro grupo de amigos. Por aquella época aún éramos seis, a pesar de que el tiempo hoy nos ha puesto en lugares separados, a otros incluso, en otras dimensiones temporales, pero  entonces no nos dábamos cuenta de lo privilegiados que éramos, y que hemos sido toda la vida en esta casa. 

Mis padres y yo, siempre llegábamos los primeros a la piscina, probablemente por mis hermanos, que eran bastante pesados, y nuestros amigos aparecían un rato después vociferando mientras bajaban de dos en dos las empinadas escaleras del edificio que hacía las veces de entrada y de restaurante, y que a mi ya me habían costado costras, moratones y muchos raspones, pero el cuerpo de un adolescente como bien sabéis es inmortal, o si no inmortal que es algo difícil, al menos duro, como una roca. 

Pero aquella tarde todo era distinto a todas las demás, el tiempo pasaba lento, tan lento que me abrasaba por dentro, tan despacio como podemos permitirnos que pase durante los años de juventud y despreocupación, esos años en que las horas y segundos te pesan tanto que te sobran. No se explicar porqué ni como, pero de alguna manera yo ya presentía lo que iba a pasar.

De todos mis amigos, Matías era mi favorito. Era el más guapo, el más simpático y el más especial, y siempre me miraba de forma distinta a los demás chicos, como si no le importara todo aquello que yo odiaba de mi. Tendría catorce años, yo tenía menos, y cuando mi memoria lo dibuja siempre lo hace de la misma forma, con el mismo bañador azul,largo por debajo de las rodillas, con un bolsillo a cada lado. El mismo que vestía la mayoría de los días y que probablemente trataba de esconder sus propias vergüenzas, porque era tan grande, en comparación con su cuerpo pequeño que daba risa, aunque en el fondo a mi lo que me producía era una ternura inexplicable, y una sensación muy rara que no llegaría a descubrir hasta muchos, muchos años después y que llegaba hasta la boca de mi estómago hasta casi hacerme escupir mariposas.


Su madre siempre entraba en el recinto la primera con su hermana, en un desfile casi hipnótico que a mi me provocaba auténtica verguenza propia y me dejaba sin respiración. No porque ambas parecieran sirenas, como así era, sino porque aquella entrada triunfal era el preludio de algo mejor, la llegada de aquel bañador azul que se confundía en la distancia. 

La madre y su hermana,que por cierto,tenía un nombre bíblico muy llamativo, eran altas, delgadas y con un pelo largo y frondoso que caía distraido por su cuerpo y revoloteaba hasta casi llegar a sus rodillas. Quizá suene estúpido, pero en mi mente eran algo así como diosas inalcanzables a las que solo podía acercarme escondida debajo de una toalla enorme que ocultara todo mi ser. ¿Cómo alguien como Matías podría fijarse en alguien como yo si descendía nada menos que de diosas nórdicas? Tampoco es que yo me esforzara en gustarle ¿cómo iba a hacerlo?

 No lo se, pero lo cierto es que en algún punto de ese verano interminable, aquel hijo de la mitología antigua se fijó en mi, y lo peor es que yo ni me di cuenta, tan ocupada como estaba tratando de esconder mis defectos, mi personalidad y hasta mi dignidad. Aunque bueno, hoy eso no tiene importancia, porque al igual que la mayor parte de cosas se fRustran en la vida, también lo hizo mi relación con aquella dinastía de deidades nórdicas, cuando ese  día, esa misma tarde,nos dijeron que nunca jamás iban a volver, seguramente porque emigraban de vuelta a ese planeta donde estaban los de su especie, después de aquel verano experimental. No había más explicación.


¿Alguna vez os habéis quedado en shock y acto seguido habéis descubierto que deberíais haber dicho o hecho algo que ya nunca podrá suceder? A mi siempre me pasa, miento si no dijera que prácticamente todos los días, pero aquella vez fue la peor. La tarde de antes, aquella despedida anunciada de la que yo nunca fui consciente y que me golpeó fuertemente cuando me confirmaron que, efectivamente, mi primer amor de verano no iba a volver.


Matías estaba raro, algo extraño flotaba en el ambiente y de repente en una de nuestras partidas interminables de "Marco Polo" desapareció. No se porqué, aún a pesar de que siempre me ha gustado parapetarme en esa timidez de la que hago gala día si, día también, la curiosidad fue más fuerte que otra cosa, y aquella tarde decidí seguirle sin ningún pudor, hasta encontrarle en una zona de la piscina que asomaba detrás de unos arbustos descuidados. 

El mecía sus pies cabizbajo en el agua, tanto que ni se sobresaltó al sentir mi presencia a su lado. Yo no dije nada.


Zambullí mis pies, que en ese momento me parecieron grotescos, en el agua caliente, y me quedé embobada mirando los círculos que formaban las gotitas de agua que caían de mi pelo. En ese momento el me miró, fijamente, como estudiándome. (Lo recuerdo porque fue una sensación horrible, por un momento me dí cuenta de que me había expuesto sin pudor y había puesto delante de el todos mis defectos, ¿cómo podía esconderme si en aquel momento de alguna manera estaba desnuda delante de el? ¿ Cómo yo que nunca hago nada sin pensar me había dejado llevar de esa manera?)Lo cierto es que a el no pareció importarle, simplemente se sonrió, se sacudió el flequillo de la frente y se levantó casi con pena, no sin antes entrelazar mi mano con la suya, en un gesto involuntario que quiso camuflar disimulando una caída al intentar levantarse de la hierba artificial que arañaba nuestras piernas.


-¿Puedo decirte una cosa? -susurró de forma casi inaudible.

¿Qué? Un corazón desbocado, un cuerpo que -Le contesté de la forma más dramática posible intentando disimular el miedo que me producían aquellas palabras. ¿Qué había de malo en mi? ¿Quizá fuera a insultarme? No se si alguna vez os habéis parado a pensarlo, pero la mayor parte de veces nuestra mente es nuestra peor enemiga.

-No es importante, tranquila. Y se levantó, dejando un rastro de gotas que venían directamente del bolsillo de atrás del bañador, de aquel bañador, su bañador, y que ahora flota en mis recuerdos, confundiéndose con los de otras personas que han dejado su huella en mi vida.

Todas las tardes Matías volvía con nosotros en el coche. Y es que la mejor decisión que tomaron mis padres allá por los noventa. no fue tener cuatro hijos, sino comprar aquella monovolumen verde botella que se había convertido en la excusa perfecta para ofrecerle siempre un viaje de vuelta, cuando su madre decidía que era tarde para seguir tostando su cuerpo al sol, y nosotros, cómplices, seguíamos ávidos de juegos y de otras cosas que aún era difícil exteriorizar, porque eran muy complicadas de entender.No miento si os digo que aquellos viajes eran los mejores momentos de mis días. No porque mi memoria magnifique esa sensación, probablemente sea así, pero esos veinte minutos en que compartíamos el roce cómplice de nuestras piernas y una intimidad inventada eran lo mejor del mundo. En ese tiempo el era mio, por decisión propia, y de nadie más.


Aquel viaje no fue como los de siempre, fue algo más. Matías parecía haber olvidado nuestra complicidad compartida y haberse entregado totalmente a las estrellas que flotaban en la ventanilla, las mismas que yo imaginaba regando sus ojos en ese mismo momento. En ningún momento hizo ademán de disimular su tristeza, tan solo se dejaba llevar. Fue un instante, que duró un segundo y que sin embargo quiso fundirse con la eternidad. Abrió la puerta, miró al frente decidido, y sin embargo volvió su mano derecha para acariciar mis muslos, aquellos que tanta vergüenza me hacían sentir a veces y que en ese momento me hacían sentir la persona más afortunada de la galaxia. No dijo más. No hacía falta. Abandonó el coche con su cuerpo espigado y se fue para no volver.A veces pienso en que me habría querido decir, pero no me hace falta, solo lo se. Hay lugares y canciones que nos evocan recuerdos pasados, hay caricias y gestos que hablan más que cientos de cartas.


La tarde siguiente mi madre reía y cotorreaba con sus amigas. Nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes dicen, y es verdad, porque cuando ahora me imagino aquella risa contagiosa de mi madre, y aquellos momentos tan agradables y en paz alejados de la ciudad no puedo imaginar nada mejor en el mundo. Me acuerdo como dijo que Matías se iba a vivir a Madrid, porque si hubiera estado presente el día de la explosión de la bomba de Hiroshima hubiera sentido algo semejante. Un adios, para siempre, para toda la vida. (una vida que en aquel momento se me antojaba tan larga y tan interminable...)En aquel momento no sabía que tampoco volvería a ver a muchas de las personas que se sentaban junto a nosotros y a las que hoy solo tengo acceso a través de algunos rincones de mi memoria que siguen funcionales. Todo daba vueltas, la infinitud se abría paso inundando las escaleras del club social.

No es cierto que le olvidara y nunca lo haré, porque está grabado a fuego en una parte de mi cerebro y ahí perdurará hasta que se apague para siempre. Tampoco es verdad que se marchara, porque aún hoy, cuando paseo por su portal, asoma el reflejo de su sonrisa, aquella que nos regalaba todos los días a modo de despedida. Y vuelven los veranos infinitos, el agua fría clara y plagada de insectos, las inseguridades de mis hermanos pequeños, la risa de mi madre, las broncas de mi padre. El vive en mi, igual que todos los que no están siguen dentro de mi memoria, donde perdurarán por siempre.

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