Las cuentas perdidas

 



Martina tenía un collar, un collar de perlas antiguo y precioso que le encantaba colocar alrededor de su cuello, sobre aquellos vestidos extragrandes de viscosa y cuellos bebé que compraba con asiduidad, porque la daban cierto aire especial.

Martina era joven, no alcanzaba los treinta,  pero aquella joya era una herencia familiar, una de esas pocas cosas que le recordaban a alguien que ya no estaba y que lucía como una insignia de guerra, un recuerdo visto que la devolvía a algún sitio que solo conocía ella. La reliquia la acompañaba a todas partes ,colocada de una u otra manera diferente: le daba una vuelta, dos vueltas, tres vueltas de forma que quedara pegado a su cuello paliducho, enrrollado sobre su muñeca, delgadita, fina y armoniosa...

Pero Martina tenía una debilidad, su gestualidad. Como siempre estaba nerviosa, porque sí, tenía ansiedad, la canalizaba  moviendo las manos, agarrando sus pulseras, su collar. Temblaba mucho, de miedo, de vergüenza, de pena. Entonces se agarraba a su joyita y sentía seguridad. Quizá aquello se había convertido de alguna manera en su talismán.

Poco a poco, la cadena metálica que sostenía aquel collar fue cediendo, aunque no avisó a nadie. Se ensanchó, e incluso diría que se dilató con los años, pues aquel fue un proceso largo y silencioso y fue soltándose de forma que cada vez era más largo y más incómodo de llevar. Martina no se dio cuenta, se había agarrado tan fuerte a aquel objeto, que olvidó de alguna manera que estaba ahí. Tiraba, tiraba, tiraba...seguía tirando sin pensar en la composición de aquella cadena, sin pensar en nada más que en su propia inseguridad.

Un día, la cadena se soltó y las cuentas, una a una, empezaron a descender en cascada por las escaleras de casa, con tal mala suerte, de que Martina se desplomó al tropezar con ellas, cayendo como un peso muerto, casi llegando a sentir ingravidez.

 Fue al llegar al suelo y notar el dolor abrasador en las rodillas y en los muslos, cuando cobró conciencia de la situación, y sintió pena. A su alrededor, como en un pequeño campo de batalla, las cuentas se desprendían cada vez más, separándose y perdiéndose para siempre. Algunas volvieron, otras ya no lo harían nunca.

No fue el dolor físico el que la acompañó durante el tiempo, sino el del recuerdo. Había estirado tantas cosas en su vida en la misma forma que la cadena de su collar, que lloró desconsolada durante lo que le pareció un buen rato y una vez hubo derramado una buena cantidad de lágrimas, se detuvo a pensar en lo fácil que es dar de sí una situación, y lo difícil que es que vuelva al final a su forma primigenia.


Y en esos casos....¿Debería luchar por recuperar lo antiguo, o por el contrario, darle una nueva forma?

Recogió las cuentas restantes, las supervivientes y se hizo una pequeña pulsera. No la tocó más. El mayor triunfo de Martina fue dejar ir aquellas perlitas, pequeños recuerdos que no irían a ningún sitio, y reinventar aquel talismán.


Quizá en la vida suceda lo mismo.


Quizá todos hemos tropezado diez mil veces con esas cuentas. Pero lo verdaderamente importante es levantarse y seguir caminando sin pensar en lo que no volverá.


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