El adiós


Nunca había experimentado una sensación tan agradable. Andaba ligera pero con cuidado, mientras las piedrecitas que cubrían las escaleras se escurrían debajo de sus sandalias y el musgo fresco se colaba entre los dedos desnudos de sus pies en aquel camino que zigzageaba a la orilla del puerto. Llevaba su libreta y unos cuántos lápices afilados, quizá demasiados, nunca se sabía para que podrían ser utilizados y mientras paseaba a ritmo pausado para retrasar su objetivo, escuchaba música con total concentración. Había escogido cuidadosamente cada tema, canciones ni muy lentas ni demasiado rápidas que sonaba lo suficientemente altas como para mantener al margen cualquier pensamiento irreverente, no era el momento oportuno para divagaciones, no al menos hasta que hubiera llegado a su destino.

A pesar de su paso relajado alcanzó pronto la cima del monte, rodeada de furiosa vegetación, era sorprendente lo salvajemente que crecía el follaje en aquel páramo dotado de la apariencia de una jungla en miniatura,dónde las frecuentes lluvias habían creado una atmósfera lo bastante deprimente como para lograr convertir a un optimista en poco tiempo. Allí los días eran oscuros, y había una humedad pegajosa que lograba entumecer hasta el alma,idónea para aquel montículo repleto de lápidas mohosas y desgastadaa por el paso del tiempo, idílico para cualquier película de terror de los años 70, pero demasiado triste para los que estaban allí, regodeándose en la tristeza de aquellas lágrimas húmedas que nunca cesaban.

No se había preparado demasiado para aquel reencuentro, no tenía la ropa adecuada, no había preparado el discurso perfecto y ni siquiera sabía como podría reaccionar pero ya se había prolongado demasiado en el tiempo. Parecía una lunática, tenía el pelo revuelto, humedecido recogido en un moño alto, unos pantalones rotos por cuyas rendijas de tela se colaban los silbidos del viento frío, unas zapatillas desvencijadas, y lucía aquellas gafas de concha suyas que tanto sorprendían en un pueblo donde jamás brillaba el sol, y no podía parar de preguntarse para sus adentros si su madre habría logrado reconocerla con aquella extraña pinta de vagabunda y con esos churretones en la mejilla probablemente del torrente de rimmel que a cada paso que daba lloraban sus ojos; aunque en aquel momento aquello importara muy poco, porque aquél no era un reencuentro convencional. Ya no podía ni recordar el tiempo que llevaba muerta su madre.

Y todavía la recordaba, en la medida en que se recuerda a los ausentes, con los recuerdos engrandecidos, borrosos, emocionantes y cargados de lágrimas. Se había olvidado de algunas cosas; de su olor, de sus regañinas, de sus defectos, otras sin embargo no las olvidaba porque las ignoraba, demasiadas cosas se habían quedado sin decir , y las últimas, las que recordaba, martilleaban su alma tan fuerte que a veces la asustaban, no había dolor físico comparable, y eso que habían pasado muchos años ya, años que lejos de consolarla, no hacían más que acrecentar la sensación de desconsolada tristeza, las dudas y el miedo.

Y andando en círculos la encontró.Al fondo, oculta entre la maleza, reposaba la losa en la hierba, como si aquel hubiera sido un lugar predestinado para ella o hubiera alguna extraña magia que hubiera dirigido su mirada hacia allí, hacia aquella zona sumida en un sepulcral silencio donde estaba su recuerdo,o lo que quedaba del recuerdo que todo el mundo desea olvidar.

Las letras, que descubrió con cuidado barriendo el polvo con la mano, estaban casi borrosas pero seguían rezumabdo momentos pasados. Ya casi no se distinguía el nombre, solo una fecha imposible que no lograba recordar cubierta de flores salvajes, flores que crecían por todas partes,precisamente en aquella losa, como por casualidad. Y fue a sentarse justo enfrente de la tapia desde la que se veía corretear a cientos de lagartijas de tamaños inimaginables, mientras escribía, hablaba,dibujaba, se encontraba con ese dios de las pequeñas cosas que a veces parece guiar a las personas perdidas en su búsqueda del sentido de la vida.

Y allí, entre trinos alegres fuera de lugar, divisó una pequeña forma de vida entre la bruma, una mariposa que podría ser quizá una polilla colorida o un papel distraido, pero al menos era consolador saber que no estaba sola entre suspiros de Dios. Se preguntó entonces, para sí, cuántas almas se pasearían alegremente por ahí, pues casi podía sentir su presencia, similar a las ráfagas de viento invernal en una nuca desnuda. Había tantas que no habrían cabido en el recinto en fila india, relegadas a aquel pequeño jardín escondido en la cima. La gente no quiere recordar sus tristezas y las esconde- pensó- pero éstas nunca se van, si no que siguen presentes a pesar de nuestro engaño.

Pero ella sólo quería hablar con una en concreto, no había hecho un viaje tan largo para vislumbrar tumbas derruidas. Y no sabía como hacerlo,era difícil hacerse a la idea de que en aquel pequeño agujero pudiera haber enterrados tantos años, con el solo esfuerzo de un empujón de pala, era extraño, porque a pesar de todo aquellos años volvían a ella con un simple pestañeo ocular.

Y depositó aquella carta sobre la losa sin preocuparse de lo que podría ser de ella mientras revoloteaba juguetonamente con el viento, nunca pensó que una carta sin destinatario pudiera ser la más difícil de su vida, pero así fue. Y no pudo más que acariciar con cariño aquella piedra inerte que tanto pavor le había dado antaño, como acariciaba su espalda tiempo atrás, en señal de gratitud, y despedida. No volvería a pisar aquel lugar. Y se río forzadamente, siempre le habían dicho que había que tener miedo de los vivos y no de los muertos, y solo allí a la vista de aquel prado callado pudo comprender el alcance de la afirmación.

Allí no quedaba nada, su madre ya no estaba ahí. Y aunque no creía en el cielo,si creía en el poder de sus recuerdos, y éstos existirían mientras ella siguiera con vida; después a nadie podría importarle si se echaban a perder, puede que otros las recordaran otros quizá no, pero seguirían juntas en algún lugar, se lo había jurado en aquella misiva.


Al final el sueño logró vencerla. Otros quizá no se hubieran atrevido a descansar en un lugar como aquel, ella sin embargo se sintió arropada por los susurros de paz y sosiego, por la tranquilidad de su conciencia liberada. Y aunque no lo notó, hubo una mano invisible que por temor a despertarla casi rozó su pelo, una mano invisible que hizo volar aquel papel hacia lo eterno, que esparció los lapiceros por el suelo y se despidió.

Hacía frío aquella noche, sin embargo las estrellas brillaban intensamente en el puerto, más que nunca.

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