Homesick





Aunque tenía la sensación de llevar corriendo horas, lo cierto es que solo había atravesado el pasillo que separaba su habitación de la puerta de entrada. Había dejado atrás una angustia apabullante y se sentía plena y aunque no todo iba a resultar tan fácil se sentía exactamente igual que si sumara todas las cosas buenas que la habían pasado durante toda su vida, se sentía feliz.


Todo comenzó la primera semana de su vida consciente; la había pasado entera en un hospital, el prototípico lugar idóneo para desarrollar una depresión grave, un lugar feo y sin historia, repleto de muerte y destrucción, sin color ni brillo, que prefería no mentar, aunque era fácil intuir de vez en cuándo en sus ojos algunas de todas las frases y momentos vividos en su letargo semi-inconsciente.

Llevaba mucho tiempo sin andar, tanto que no recordaba tener esa capacidad, se había acostumbrado a vivir en la parte superior a su tronco, y todavía no se acordaba bien del motivo que la había conducido a esa situación. Un día gris, una maleta y un tren, y en su mente no había espacio para nada más, ya era bastante aunque sin embargo resultaba imposible atar cabos. Y además estaba aquella amnesia supuestamente transitoria que duraba más de lo normal que sumada a las evasivas de un mundo ajeno a sus preguntas, hacía crecer su tristeza cada día más, sin que nadie pudiera hacer nada para detenerla.

Estaba Anestesiada de la realidad; los recuerdos de su estancia se revolvían en su mente como las burbujas de esas lámparas de agua que se consumen poco a poco, iban y venían, mientras por el camino inventaba otros menos dolorosos. Solo conservaba la imagen de un lugar fantasmagórico y la vista de su habitación, rodeada de abundante follaje de un verde intenso que probablemente no fuera más que la localización de alguna de las series que se dedicaba a ver, y por supuesto la imagen de las pastillas de colores, que realmente no necesitaba pero que tomaba por obligación, tan bonitas y coloreadas no duraban demasiado a su alrededor y conseguían alejar instantaneamente la sensación de pánico, por lo que no paraba de atiborrarse de ellas.

Del resto no había demasiado que contar, es más, no había resto. Una vez en casa, se había limitado a pasar sus días sentada examinando las paredes blancas de su habitación, hasta el punto que conocía sobradamente todos los agujeros, imperfecciones y demás elementos extraños que poblaban la superficie lisa de su cuarto. Se había dedicado a llevar a cabo más viajes astrales de los que ninguna persona nunca había hecho, había leido las obras más grandes jamás escritas, a Victor Hugo, Flaubert, Tolstoi e incluso a Kafka, había estudiado, aprendido y se había cultivado, olvidado todo tan pronto como conseguía sentirse orgullosa de su cultura y había recibido visitas a todas horas, visitas que se prolongaban durante horas, innecesariamente cargantes.

Pero su encierro a pesar de todo era agotador, nunca se encontraba saciada. No recibía cariño, solo compasión y pena de cuantos la rodeaban, quizá azotados por alguna culpabilidad innecesaria de la que ella prescindía en absoluto y que solo conseguía que se sintiera peor, la gente no se da cuenta de que ciertas cosas se han de tratar con normalidad para que no resulten demasiado incómodas, es un consejo que no se da suficientes veces.

Y así un día empequeñeció. Aquel día, un día tan normal como todos los demás días monótonos y repetitivos, las paredes blancas y mortecinas que la acompañaban a diario habían optado por traicionarla, cerrándose poco a poco, aplastándola dejándola un espacio minúsculo para respirar, viniéndose abajo. Y entonces no tuvo más remedio que empequeñecer, las circunstancias la superaron de tal modo que sin saber cómo ni porqué se convirtió en una pulga minúscula e invisible al ojo humano.

Era rarísimo, una sensación novelesca.Pero así tan pequeña como era, se sintió liviana y no tuvo problemas en levantarse y escapar, de aquella habitación, de aquella casa, de aquella represión y de la culpabilidad envolvente y por tanto de todas las penurias que la rodeaban. Dejarlas atrás era la solución más sencilla, y no solo eso, dejarlas atrás con su nueva condición.

O eso le pareció al principio, pues después de mucho caminar se dio cuenta de que no podía seguir así. Aquel camino en su situación sería largo y la solución a todos sus problemas no vendría sola, no conseguiría nada huyendo eternamente, dando pasos cortos y lentos, pues sus problemas la acompañaban en todo momento, en su mente y en su angustia vital,así que volvió.

Volvió y se enfrentó a aquellas paredes que se cernían sobre ella, pateándolas en la medida de lo posible, arañándolas, gritándolas que no se saldrían con la suya ni en un millón de años, imponiendo su autoridad y mostrando su autocontrol y fortaleza por primera vez en su vida. Y solo su perseverancia consiguió que la habitación recuperara su forma habitual, como su cuerpo, que había crecido de rabia e impotencia y había hecho a las paredes ceder. Una pared que simbolizaba su propia vida, su propia existencia. Entonces se paró a reflexionar largamente, pues aquella tontería no acabaría con ella, no podía consentir que unas paredes simbólicas insignificantes que la acosaban en sueños la redujeran a una nimiedad, tenía que defenderse de sí misma. Una persona acumula grandeza durante décadas y está obligada a conservarla hasta el fín de sus días para protegerse.

Y entonces lo comprendió, no tuvo ni que abrir los ojos para ello, aquellas metáforas todavía bailaban en sus retinas. Aquel encierro había sido en vano y aquél sueño no había sido más que una de tantas advertencias desoidas, "De nada sirve quedarte viendo la vida pasar" parecía querer decirle su conciencia dormida; qué estúpida había sido y todavía era.

Y aquella mañana al despertar no recibió a sus visitas. Se agarró a la manivela de la puerta, tomó impulso y comenzó a rodar por el pasillo abrillantado, dejó de ser cobarde, por una vez. Pero no se decepcionó, lejos de eso, se rió largamente de su inutilidad y se sintió viva... y magullada, viva al fín y al cabo. Se levantó nuevamente y probó infinitamente hasta que en su séptimo intento pudo correr con libertad...hasta aquella puerta de entrada desde donde comenzó su relato.

Pero jamás se enteró de lo sucedido, y con jamás quiero decir nunca jamás, es probable que nadie lo supiera, ni falta que hacía, pues con ello había logrado aprender una de las lecciones más valiosas de su vida. Sería la última vez que se sentara a esperar un remedio culpando a todos los demás, ¿No había perdido ya suficiente tiempo?

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