La princesa está triste.







La princesa, -que no era princesa ni tenía título nobiliario alguno-, siguió encerrada en la torre que sobresalía de la montaña nevada. Llevaba tanto tiempo dentro, que había olvidado lo que era sentir la calidez de los rayos del sol, la tibia lluvia, el sabor de los besos con corazón. Aunque al menos allí, dónde estaba oculta, sonaban los beatles a todas horas, sin parar. Otra cosa no, pero su gusto no podría ser cuestionado.

Todo ello , no tenía mucha explícación. Ella pensaba que no hacía nada porque se lo habían prohibido hace tiempo. Eso creía. Porque ella ni siquiera tenía una madrasta mala, o un enemigo temible, y ni un solo admirador. Sólo un terrible autoestima, peor autocrítica y un sentido de la estética bastante discutible. La torre ficticia de sus complejos, estaba más aislada y era más temible que cualquier otra de cualquier historia o cuento. Cualquier elemento de la vida real produce más pavor que las cosas ficticias inventadas con la finalidad de aterrar. Los fantasmas del desequilibrio mental cuándo revolotean cerca producen sudores muy muy fríos.

Además sobre la princesa pesaba una maldición terrible. Estaba sola. Y también era su culpa. Sola con aquella criatura inclasificable con la que vivía en su mundo de irrealidad. La misma que el destino había colocado a su lado y a la que había llegado a apreciar y hasta a querer, a considerar su alma gemela muy a pesar de las diferencias entre una y otra. La misma persona que le consolaba diciendo que nunca se iría de su lado hasta que se portara mal. Pues en ese momento, por supuesto desaparecía por siempre, no había otra solución. Estaba advertida. Parece ser que el aliento de aquella criatura, no era lo único que quemaba en aquella relación. Aunque ella desde luego, no podía verlo. Se cuidaba mucho de no echar las cosas a perder. O al menos al principio.

Y era feliz en su castigo. Porque no se daba cuenta.Porque cuándo tapas un agujero crees que el dolor se ha ido, hasta que metes el dedo muy profundo, y llegas hasta las entrañas de la herida. Au. Tan contenta creía que estaba que hasta decidió convertirse en poetisa. O escritora. El mundo tenía que conocer lo mucho que tenía que dar ahora. Todo ese estúpido e insípido amor de su corazón que era casi como una tortura china y que llenaba millones de folios, dibujos y estampas y que ahora era más doloroso que clavarse una daga en el cuello. Todo ello mientras se hacía pequeña. Tan pequeña que cabía en un cuentagotas.Tan pequeña que cuándo escribía los lapices de ikea parecían enormes y útiles. Tan pequeña e irreductible como su fortaleza autoestima, que languidecía de amor. O eso creía. Porque no sabía muy bien de que iba el asunto. Y el amor no es tan malvado. Al menos no tanto como aquel era.

Un día se levantó por la mañana. Tarde como siempre. La rutina se había llevado ya no sus fuerzas, sino sus ganas de madrugar y de vivir, y miró como siempre al lado de su cama y no estaba. O si. Pero mudo, con los ojos inyectados en sangre y odio, de repente. O no tanto, porque en realidad llevaba tiempo así. El ya la odiaba hace tiempo porque no había logrado destruir su parsimonia y estupidez, su inmadurez, su carácter explosivo. Y mira que a las princesas se las consiente ser estúpidas y retrasadas. Y esta princesa era medio gilipollas.

Así que se fué. Y aún entonces ella le siguió queriendo. Y le dedicaba sus textos, cartas sin destinatario que acababan guardadas en el fondo de un cajón, pensamientos infinititos. Y mira que se ve que le costaba lo suyo pensar. Eso porque cuándo das algo a quién no se lo merece, es como entregar un paquete de cartas a un funcionario de correos estúpido, acabas perdiéndolo hasta no se sabe cuándo. Porque al final te cansas de reclamar y de luchar contra corriente y sigues queriendo, aunque sea a hurtadillas. Porque el no iba a volver. Lo peor de todo, el nunca jamás le había querido y sólo la había utilizado para borrar un pasado anterior. Pero así somos los seres humanos. Aunque algunos de humanos tienen más bien lo justo, se limitan a ser.

Así que la princesa aceptó su maldición. En este caso producto de la madre naturaleza. Y siguió adelante. Por supuesto en la misma torre, que según pasaba el tiempo, era menos lúgubre quién sabe porqué. La princesa cabrona rompió sus cartas y mancilló su dignidad hasta límites insospechados. Se arrepentía quién sabe de qué. De no haber sabido disfrutar más de su síndrome de Estocolmo, de haber visto demasiadas películas Disney, de haberse confundido y haber esperado de más que nunca de menos. Y se preguntó si el amor, ese de nombre ridículo y aún peores connotaciones, sería siempre igual de doloroso. ¿El amor siempre triunfa? Triunfan las personas. Está claro que nunca, bajo ningún concepto, debes tratar de relacionarte con alguien de otro mundo. Acaba pasando factura. Ni aunque te obligue una maldición.

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