Suena una canción de Nacho Vegas
El sol estaba bajo ya y corría un viento ligero por el extrarradio; aquella casa nueva en un barrio antiguo que decían, iba a ser el epicentro de la ciudad.
Salí al patio, e intenté que los gatos no se escurrieran gelatinosos por la puerta metálica, saqué la bici y correteé con ella por las calles de San Antonio, deslizándome con gracia y la ayuda del vientecillo hasta llegar a lo que fue la comandancia de la policía hace muchísimos años. (Me había convertido ya en una de esas personas que habían conocido cosas que habían desaparecido hace mucho tiempo, como esas otras que todavía contabilizan el dinero en pesetas.)
La primera vez que lo vi, fue allí. No habíamos quedado en ese punto, pero me lo encontré de frente, yo con un vestido de flores verdes y espalda abierta y mi bicicleta amarilla, él con su camiseta de los strokes y sus pantalones cortos, gafas Ray-Ban de ver y un corte de pelo con unas patillas preciosas. Siempre me ha encantado el carisma de las patillas y nunca he encontrado el momento de decirlo, creo que ennoblece y embellece el rostro. Su cara enmarcada entre los gafas y las patillas era regordeta pero adorable, y tenía una sonrisita inocente, a pesar de que era todo lo contrario. Su cara de niño pequeño era todo lo contrario a lo que tenía en su interior, que era una suerte de volcán en erupción cargado de complejos, auto desprecio, una inteligencia por encima de la media, un cuerpo no normativo y un cerebro por encima del resto del mundo. Estaba igual de trastornado que yo, la verdad, creo que las almas torturadas, viejas desde el nacimiento y bohemias, nos reconocemos de alguna manera aún en la distancia.
Fuimos andando hasta la Huerta del Guadián hablando de cosas banales. La diferencia de edad -él 27, yo 35-, qué hacer en una ciudad en proceso de muerte, cuántos años tardaríamos en casarnos a pesar de que acabábamos de conocernos y los motivos por los que era el hombre de mi vida y el padre de mis hijos. (Eso me encantaba de él, su facilidad de bromear con un futuro que a mí, se me clavaba como un dardo en el pecho, nunca estaría a la altura de su talento y su inteligencia, sabía que nunca sería para mí pero imaginarlo era maravilloso).
Tomamos una cerveza aquel día, seguidas de muchas más en la terraza del recinto donde organizan el Palencia Sonora. Dimos paseos, nos recorrimos las verbenas de todos los barrios y chupamos todo el asfalto del mundo, nos emborrachamos y dormimos juntos en la pensión más decadente del universo donde nos podrían haber asesinado con facilidad. Aquella noche, donde todo pasó justo en la zona que discurre al lado del río. Aquel verano en el que todo el rato sonaban canciones de Nacho Vegas, Ellos y los Artic Monkeys y todos estaban cubiertos de estrellas en un cielo encapotado oscuro y brillante.
Fue el mejor verano del mundo. Tan corto como intenso, tan trágico y catárquico, tan revelador.
Recuerdo todavía los rayos de sol cálidos rebotando contra mi espalda morena por el verano, el rubor de los secretos que compartimos y su complicidad, recuerdo vestir con una camiseta blanca que jamás volvería a ponerme y sentir que solo merecía la pena por la forma en que sus ojos se posaron en mí. Sus ojos pequeños, castaños, ruborizados.
Yo nunca había sido valiente, nunca hasta ese verano, gracias a él.
Una vez intentamos colarnos en la piscina, nos enredamos en el parque a oscuras haciendo cosas prohibidas y compartimos besos adolescentes cuando quizá no pasaba nadie. Quién sabe. El me hacía querer ser aventurera y me retaba a hacer todas esas cosas que nunca podría contar y que sin embargo me siguen ruborizando hoy. Me hizo sentir atractiva, muy atractiva, inalcanzable y valiente. La chica que fui aquel año en la zona de puentecillas, se quedó allí para siempre. Morena, envalentonada, joven.
Recuerdo despedirle en la estación de autobuses cuando aún no la habían reformado. Salir a las cuatro de la tarde con cuarenta grados y la bici hirviendo solo por darle un último beso. Pantalones cortos, camiseta blanca. El siempre con sus camisetas con mensajes de música.
No funcionaba entre nosotros fuera de aquellos juegos y fuegos artificiales, pero fue tan intenso mientras duró que me hizo sentir que podría ser lo que quisiera si él se había fijado en mi al menos durante cinco minutos con sus pequeños ojos morados y su sonrisa torcida que todavía me hace cosquillas en la barriga.
Quizá cuando me muera, eche un vistazo atrás y recuerde aquel verano. El descampado de detrás de mi casa, la cuesta repleta de arena que bajamos haciendo el tonto y absolutamente sobrios, los besos absorbentes junto al telefonillo y el tronco del árbol en el que me levantó en brazos y me abrazó.
La primera vez que me dio un beso y se llevó mi alma.
Porque con la misma naturalidad con la que empezó, acabó. Sin artificios, traumas, sin despedidas. Se terminó como lo hizo el propio verano, y con su fin todo dejó de tener sentido. Las aventuras, sus visitas a la tienda, sus anécdotas de festivales y sus coqueteos con la cocaína, el alcohol y las drogas (nunca había conocido a nadie igual). Aquella tendencia autodestructiva compartida no auguraba nada bueno.
Se acabó como la melodía de una canción triste de los smiths que a pesar de que te revuelve emocionalmente te transmite paz y calma. Como cuando Morrisey canta 'asleep' y el corazón llora triste pero libre como si la música le diera alas
Nunca nos quisimos, nunca podría haber funcionado, pero aquel juego fue fantástico. Corto, intenso, tan brillante como el futuro que sabíamos que jamás compartiríamos
Fuimos dos motas de polvo en el recuerdo que se juntaron en el momento justo. Jamás volvimos a quedar para no empañar el recuerdo de lo que fue.
Hace días lo encontré tomando algo solo en la terraza. Leyendo. Sonreí y pasé de largo.
Gracias por tanto.
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