Mamá

 


No creo en Dios. 

Suena radical, lo sé, pero dejé de hacerlo cuando aún era muy pequeña, aún sin saberlo. 

Cuando me di cuenta de que la eternidad, el concepto, me provocaba ataques de pánico. Un terror irracional al pensar en entrar en un bucle existencial eterno. Lo efímero es más bello. Quizá, porque está más al alcance de nuestra comprensión.

No creo en Dios, pero hay matices. Porque a veces creo verlo en muchas cosas. Quizá no el Dios cristiano que nos inculcaron en casa, pero si un amor enorme que nace del pecho dormido de mamá. De ese lugar del que siguen brotando las fuerzas que me permiten seguir hacía adelante. De mi madre.

Hace tantos años que no la veo que no puedo contarlos ya con los dedos de las manos. Y me da igual. Realmente para mí es como si hubieran pasado cinco minutos de la ultima vez que la ví en aquel hospital. Pero me olvido de eso porque aquella no era mamá, era el último episodio de una historia que acababa demasiado pronto, y que son embargo en otra línea temporal empieza de nuevo, una y otra vez.

No recuerdo sufrir, solo no entenderlo. Sólo el dolor sordo de la ausencia, de su falta de materialidad. Y fue difícil. Difícil encontrar sus golosinas en casa los últimos días, o escuchar aquellas canciones que nos enseñaba de pequeñas. O darnos cuenta de que quizá el amor que sentíamos por ella se había triplicado con su desaparición. Porque...si, al igual que pasa con tantísimas cosas la dimos mucho por sentado. Los seres especiales aparecen en cuentos o viven en estrellas, como le pasa a ella. No podría resistir mucho tiempo en un ambiente hostil.


Sigo repitiendo que no creo en Dios, pero recuerdo con muchísimo cariño una de las últimas intervenciones quirúrjicas. Llegué a esa habitación horrible de hospital donde ella resplandecía como un ser creado de luz celestial. Juro por todas las criaturas de este universo que aquella sonrisa no era de esta tierra. Era la felicidad materializada, era el alma resplandeciendo fuera, brillando en el pecho de un cuerpo humano. Mi mamá.

No te imagino con sesenta y pico años. No puedo hacerlo ni quiero, tú no llegaste a cumplirlos, aunque tú recuerdo llegará a ser incluso más viejo, porque nos trascenderá a todos.

No creo en Dios pero a veces le veo cuando te recuerdo reclinada en la iglesia rezando con devoción. Cuando te imagino cantando. Cuando te imagino así, bajita, rubia y eternamente joven.

No creo en Dios pero si en la suerte que tuve de pasar cinco minutos contigo, mi ángel de la guarda.

Ya no te quiero, porque no hay palabras que abracen este amor que es como si fuera parecido a Dios. Sólo me limito a echarte de menos en un océano de tiempo finito.

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